Ella caminaba cabizbaja, con la mirada fija en las pedregosas calles mojadas. Sus ojos vidriosos anticipaban el llanto que veía venir. Sus cascos sonaban al ritmo de Metallica, lo mas fuerte que podían, no dejaban espacio para nada más en su mente. Desgarraba su alma rota en mil pedazos y volvían a reconstruirla con cada uno de de sus acordes. La lluvia comenzó a caer, lentamente, sin dejar espacio a ilusiones, a nuevas sonrisas, a folios en blanco. Todo estaba escrito ya, y su historia no podría seguir adelante sin el.
Recordó como salía de su casa, corriendo, con una maleta y dos bolsos, llenos de ropa escogida rápidamente y de forma instintiva. La rabia y el dolor la consumían por dentro, tras la mayor discusión que recordaba haber tenido en su vida. No pensaba con claridad cuando decidió marcharse, y sin embargo era la mejor decisión que jamás había tomado. Todo a su alrededor le recordaba a aquella persona, que ya no estaba, y que jamás volvería a estar. Su colonia, sus dibujos, sus preciosas dedicatorias en forma
de cartas. Esa casa era el lugar donde habían pasado toda su
infancia, juntos. Y ahora... ya no podria volver a ser la misma casa
sin el. Nadie conseguía entenderla, nadie la comprendía. Estaba ya
cansada de los abrazos vacíos, implacables. De las sonrisas mudas
con buenas intenciones. De las palabras de consuelo que no sofocaban
el dolor de su fuero interno. Los llantos hasta las 3 de la mañana
no cesaban, ni un solo día. Y su madre no conseguía ayudarla.
Sentía que
deberían estar unidas en esos dificiles momentos, y sin embargo
estaban a años luz de distancia. Sus reacciones reflejaban su
personalidad, tan distinta. Cuando sucedió todo aquello fue ella
quien tomó el mando. Ella organizó su funeral, su velatorio, su
despedida. Y cuando ya no estaba, ella se encargó de tragar sus
sentimientos, de correr a buscar soluciones, de mirar hacia adelante.
Su madre, sin embargo, no podía concebir una vida sin la persona por
quien lo había dado todo. Tenía que admitirlo, entendía porque su
madre lo prefería a el. Eran muy similares. Cariñosos, cercanos,
sinceros y con un gran amor por el prójimo. Pero no fuertes. Eso no.
Esa cualidad la había heredado ella de su padre, no de su madre. La
relación entre ellos dos era muy especial. Se apoyaban en todas sus
creaciones, se buscaban cuando estaban perdidos, mostraban su amor
sin avergonzarse, sin miedo. Eran uña y carne, y ahora estaban
separados. No hay nada tan duro para un padre que sobrevivir a su
hijo.
Tras las
primeras semanas el dolor no se fue paliando, pero la no presencia de
su hermano gemelo se hizo mas notable. Lo buscaba en cada rincón, en
cada esquina. Cuando volvía a casa de trabajar caminaba hacia el
balcón para observar si seguía allí pintando sus cuadros. Antes de
dormir daba las buenas noches, como una vieja costumbre, aunque ya no
lo tenía en la cama de al lado. Y cuando lloraba no podía
imaginarse otra cosa que su mano en su espalda, su abrazo de
consuelo, su mirada de ánimo ante aquel problema. No podía vivir en
aquella casa porque solo conseguiría causarse dolor, más dolor.
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